Bajo
los árboles de pequeñas aldeas y sobre sofisticados escenarios en
grandes metrópolis; en salones de actos de colegios y en campos y en
templos; en suburbios, en plazas públicas, en centros cívicos y en los
subsuelos de las ciudades, la gente se reúne en comunión en torno a los
efímeros mundos teatrales que creamos para expresar nuestra complejidad
humana, nuestra diversidad, nuestra vulnerabilidad, en carne y hueso,
aliento y voz.
Nos
reunimos para llorar y para recordar; para reír y contemplar; para
aprender, afirmar e imaginar. Para maravillarnos ante la destreza
técnica, y para encarnar dioses. Para dejarnos sin respiración ante
nuestra capacidad de belleza, compasión y monstruosidad. Vamos para
llenarnos de energía y poder. Para celebrar la riqueza de nuestras
diferentes culturas, y para hacer desaparecer las barreras que nos
dividen.
Donde
quiera que haya sociedad humana, el irreprimible Espíritu de la
Representación se manifiesta. Nacido de la comunidad, lleva puestas las
máscaras y vestimentas de nuestras distintas tradiciones. Utiliza
nuestras lenguas, ritmos y gestos, y abre un espacio entre nosotros.
Y
nosotros, los artistas que trabajamos con este antiguo espíritu, nos
sentimos impulsados a canalizarlo a través de nuestros corazones,
nuestras ideas y nuestros cuerpos para revelar nuestras realidades en
toda su cotidianeidad y su rutilante misterio.
[...]
Nosotros,
los artistas de escenarios y ágoras, utilizamos el poder que tenemos: para abrir un
espacio en los corazones y las mentes de la sociedad, para reunir gente a
nuestro alrededor, para inspirar, maravillar e informar, y para crear
un mundo de esperanza y colaboración sincera.
Brett Bailey.
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